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#weareall

Fernanda Escárcega Ch.

Un librero empotrado, todo el largo de la pared, bajo la ventana que da al patio. Al frente, un pizarrón enorme sobre el que algunos profesores exhiben, a veces una caligrafía espléndida, a veces garabatos incomprensibles. Del lado contrario a la ventana, un muro con cartulinas de trabajos realizados en equipo. El piso, un terrazo blanco de grano medio que disimula bien la mugre de zapatos o tenis inquietos. Sobre él se acomodan los pupitres individuales –en pares– y, al frente, irradiando una jerarquía en el conocimiento y autoridad, se clava el escritorio del profesor.

Muchos podemos recordar así –o más o menos así– nuestro salón de clases, espacio de aprendizaje, convivencia y recreación en el que durante la etapa escolar pasábamos entre 5 y 6 horas del día.

Con nostalgia lo recuerdan, quizá, muchos de los estudiantes y profesores que hoy, frente a una pandemia que tiene a todo el mundo reformulando las prácticas, se han visto obligados a encontrar, en casa, un lugar de estudio / trabajo.

Una correcta iluminación, un asiento adecuado, la privacidad necesaria, son aspectos que nunca antes se han discutido con tanta seriedad dentro del espacio doméstico. En este nuevo formato de clases a distancia, las familias han tenido que reorganizarse y adaptarse de muchas formas.

Están quienes, por el tamaño de la casa, han podido distribuir los espacios: la recámara como área de descanso, juego y privacidad por un lado, y el área de clases en el estudio –o el comedor, la cocina o jardín–, por otro. De una u otra manera, es probable que la mesa se tenga que compartir con hermanos o, incluso, con la homeoffice de alguno de sus padres.

Si la clase es, como han venido a llamar la modalidad en la que el profesor se mantiene en videollamada con los alumnos, sincrónica, será necesario un entorno cerrado. Si la sesión es asincrónica, un espacio que permite la disciplina y fomente la concentración del autodidacta.

Pero, cuando la clase ha de seguirse en la televisión el área de estudio tendrá que ser –por paradójico que resulte– donde ésta esté. Y aunque es cierto que en nuestro país es difícil encontrar una casa donde no haya televisión, tampoco es sencillo pensar en hogares donde cada hijo cuente con una recámara individual y con un dispositivo propio para seguir las revisiones del profesor.

Y luego, ¿qué decir de la contraparte? Las maestras y maestros no pueden quedar fuera. Sin importar el grado que impartan –primaria, preparatoria o universidad por igual– de pronto el escritorio y el pizarrón, como escenografía que los investía de autoridad y conocimiento, desaparecieron, y la cámara se volvió una ventana indiscreta a la intimidad de su casa.

El nuevo salón desde donde un profesor dicta clase a sus alumnos de 3° de Secundaria.

El croquis del nuevo salón, espacio visualizado por el mismo profesor.

Qué fondo elegir, cuál luz, cómo aislar los cantos de la calle, con qué elementos dotar de institucionalidad la escena… ¿Cómo lograr que no falle el internet?

Hasta que los semáforos no estén en verde los estudiantes no volverán a la escuela –han dicho las autoridades. Nadie tiene seguridad sobre cuándo será eso y mientras tanto, muchas familias, de acuerdo con las necesidades y posibilidades, han ido modificando sus espacios.

Pero así estamos todos. Desde finales de marzo de este año, padres, madres, profesores, trabajadores y, sin duda, los mismos estudiantes también, cobramos conciencia de los elementos que conforman nuestros espacios cotidianos.

El escritorio que nunca se usaba se descubrió como un gran aliado; la silla que quedaba bien con el color de la colcha, resultó dañina para la espalda; el cuarto compartido recrudeció –o quizá reconcilió– las diferencias entre hermanos. Las lámparas de pie se han vuelto reflectores para las videollamadas; los muros vacíos, el marco de carteles y pizarrones que apoyan las explicaciones de conceptos nuevos; los libreros –enormes, serios, coloridos, vacíos, rebosantes– la vestimenta de cualquier profesionista.

Las ventanas se han vuelto el receso de cualquier tarea, la falta de luz o ventilación un somnífero para la productividad. Muebles grandes ahogan los espacios pequeños y la falta de mobiliario nos instala en un asiento todo el día, todos los días.

De la manera que cada quien ha entendido, en las casas se han instalado privados –físicos o simbólicos– y conjuntos de grabación.

La nostalgia de la oficina, la nostalgia del salón de clases, la nostalgia del taller. Muchas cosas han traído la pandemia y las formas de combatirla. El diseño de los espacios y su distribución han cobrado más relevancia, se han incorporado en nuestra consciencia, en nuestra aproximación y experiencia de las casas.

 

 

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