Fernanda Escárcega Ch.
Mi primer recuerdo, o al menos el que ha sobrevivido a los años, es la luz del sol sobre mi cuerpo recostado, pasando a través de un par de cortinas blancas con bolitas rojas y azules. Recuerdo también, esa misma sensación cálida, proyectada sobre una alfombra gris en la que juego a meter cubos y cilindros de colores en una caja con huecos de formas específicas. El techo de mi primera recámara era de madera, una duela tras otra, sostenidas por vigas que las cruzaban cada tanto y que me daban para imaginar cientos de rostros de animales entre nudos y vetas.
Esa primera casa, la diseñó y construyó mi padre. Mi madre, cuenta él, se subía a pintar las vigas con chapopote, conmigo ya en la panza. Esa casa es mi origen, el mito fundacional de quien soy. Fue el proyecto de vida de mis padres y es, aun, el espacio simbólico donde representamos, los tres, a esa familia.
Pero el vínculo no es único.
Podría no haber sido casa sino departamento, un espacio compartido con familiares o vecinos; en alguna colonia residencial; en un entorno más urbano, fuera de la Ciudad de México o en el centro de ésta; en la década de los 90, años después o siglos antes.
A lo largo de la historia de la humanidad, por toda la Tierra, las personas han buscado establecerse en lugares que les brinden refugio y protección. De las cuevas, se pasó a las tiendas, a los edificios de adobe, entramados, palafitos y demás técnicas y materiales que, según la zona, resultaran convenientes. Más allá de las edificaciones monumentales –que en algún momento fueron tumbas y templos, luego iglesias y palacios y, ahora, corporativos y, quizá, museos–, con las casas siempre se ha establecido una relación directa, simbólica y profunda que nos representa la existencia y atestigua nuestra historia más personal.
Hasta la fecha, pero quién sabe desde cuándo, la representación gráfica estereotípica de ‘casa’ consiste en un espacio de cuatro paredes, dos ventanas largas en los muros de los costados y dos pequeñas, una a cada lado de la puerta principal. El techo es a dos aguas con salida de chimenea. Suele tener un árbol o uno que otro arbusto alrededor. Se dibuja con lápiz y con esos paquetes de colores que, desde la infancia, no dejan de dar emoción.
El estereotipo de ‘casa’ es monofamiliar, tiene jardín y probablemente un automóvil rojo y un buzón de cartas sobre la banqueta. Pero en la realidad, los espacios que al habitar hacemos casas son muy diversos. Basta hacer un recorrido imaginario por nuestra colonia para identificar decenas de tipos de edificios, familias y dinámicas de vida.
A mi alrededor, por ejemplo, puedo contar una pareja con tres perros, plantas y un bebé en camino, en el departamento de abajo, que es exactamente igual al mío. En la puerta vecina, un hombre de más de 45 que toma clases de alemán y toca jazz por las noches. Al otro lado de la calle, una casa de los años 50 con un jardín en triángulo, habitada por un grupo de jóvenes que probablemente son los nietos de los dueños. A dos o tres cuadras, hay un edificio de dos pisos con nueve estudios habitados –en su mayoría– por médicos, universitarios y gatos. En la siguiente calle, se siguen tres condominios horizontales que, por el tamaño de las casas y el tipo de coches que entran y salen, se pensaría que son habitados por familias más acomodadas.
Cada una de estas personas, cada peatón que cruza de una esquina a la otra en cualquier lugar, todos portamos un recuerdo primario propio; un cuerpo infantil, una luz y un suelo particular; una historia de consolidación familiar única; una mesita donde coloreábamos casas con buzones en la banqueta. O no.
Mi abuelo creció en un rancho en Apan, Hidalgo. Le gustaba andar entre los animales y mirar a los peones jugar frontón a mano. Sé que él llegó ahí porque llamaron a su padre a administrar la operación y “la casa era donde había trabajo”. Puedo imaginarme sus amaneceres con luz húmeda y terrosa; su cama compartida con alguno de sus hermanos, dentro de un cuarto de piedra en el que habrá habitado la familia completa. Me gusta pensar sus primeros juegos persiguiendo conejos entre los magueyes.
Mi abuela creció en Coyoacán, en un Coyoacán rural que ya no existe, dice ella. Imagino su luz de mañana conducida por la voz cariñosa de su padre, el olor a café colado en la estufa y frijoles calientes ya en la mesa. No sé cómo habrá sido el techo de su casa, pero sé que desde muy chica admiraba a mi bisabuelo haciendo tapetes de aserrín y flores en honor de la virgen de la Candelaria. Cuenta que en su dinámica de vida el juego trascendía las bardas y la llevaba, en bicicleta, hacia el Jardín Centenario y los pedregales del rededor.
Hay algo de esas historias, de esas luces, techos y suelos que me conforma, hay algo que se incrusta en la memoria de casa de mis padres y, ahora, en las ventanas arboladas de la mía. Algo de la idea de familia de esa niña de la Candelaria, del ímpetu de progreso del fanático del frontón, de los trazos en los planos de mi padre y la valentía de mi madre, ha tomado lugar en mi propio proyecto de vida.
Hoy, las condiciones de la Ciudad de México, como las de varias de las urbes importantes alrededor del mundo, vuelven complicado pensar en diseñar y construir una casa, no solo por la falta de terrenos sino por lo prácticamente incosteable que resulta. Las políticas y los poderes económicos han centralizado las oportunidades de vida –o lo que entendemos como tal–, por lo que el manejo de recursos, servicios e infraestructura empujan, cada vez más, a la verticalización densificada de la vivienda.
Pero el vínculo único que establecemos con nuestros espacios de vida se mantiene y, entre tanta velocidad y voracidad –en busca de las dichosas oportunidades–, el refugio y protección que la casa brinda se vuelve aun más indispensable.
Hoy, aquí, el proceso de consolidación individual y familiar que vivimos es muy distinto al de nuestros abuelos y nuestros padres. Sin embargo, en todos los sentidos, parte del mismo lugar: la casa. La casa y todo lo que representa. La casa, nuestras cosas, nuestros espacios, nuestro tiempo. La casa, nuestra historia. La casa, nuestros planes. Yo, mi casa.