Fernanda Escárcega Ch.
En las dos últimas publicaciones hicimos un recorrido sucinto por algunos de los hechos que llevaron a lo que hoy conocemos como interiorismo.
Retomando:
el diseño de interiores se ha formalizado como la disciplina que proyecta ambientes; la que, a partir de la comprensión de los comportamientos, gustos y deseos del usuario, propone soluciones esenciales como división y flujos de espacios, condiciones térmicas, de iluminación y acústicas, distribución de mobiliario, elección de color, etcétera.
Pasando del funcionalismo a la arquitectura integracional, emocional y social y, luego, a la recuperación de las técnicas y el arte popular… Esta vez nos abocaremos al camino –por supuesto, arquitectónico– que la disciplina tomó en nuestro país.
En México, tras la Revolución Mexicana, se emprendió el proyecto nacionalista, dentro del cual estuvieron incluidos el arte, la arquitectura y las diferentes formas de diseño –que, en ese momento, hacían parte de ésta–. Los estilos de tradición porfiriana fueron abandonados y se detonó la discusión sobre la identidad de lo mexicano, la estética ideal y las condiciones necesarias para responder a las demandas populares que habían sido pilares de la revolución.
Juan O’Gorman, Juan Legarreta y Álvaro Aburto han sido señalados como los arquitectos que, recién egresados de la carrera, fueron frontalmente críticos con el neoestilismo que, sin atender las necesidades sociales, había predominado hasta entonces. Se dice que fueron ellos quienes propusieron incorporar las líneas de la arquitectura racionalista –popularizada especialmente por Walter Gropius y LeCorbusier–. Entre ellas, el enfoque al desarrollo de vivienda colectiva y una mayor sinceridad expresiva en la construcción.
O’Gorman sumó a la idea de “la casa como máquina para vivir” el distanciamiento del carácter artístico, el rechazo a la búsqueda de lo estéticamente bello. Resultado de esta postura es su casa en San Ángel (1929) en la que intentó generar la mayor economía de espacios a través del estudio cuidadoso de las actividades internas. Omitió cualquier accesorio ornamental y colocó amplios ventanales que propiciaran la iluminación y la ventilación natural.
Tras el apogeo del funcionalismo, a mediados de los años 30, comienzan a adoptarse las ideas de un nuevo movimiento: el internacionalismo. De acuerdo con X. de Anda, éste proyectaba “la libertad espacial interna, la libre expresión de la estructura, el abandono de la plástica regionalista, la condena al ornamentalismo externo y el gradual fortalecimiento de los principios estéticos”. Representantes del internacionalismo son José Villagrán, Enrique del Moral, Carlos Obregón Santacilia y Mario Pani.
A partir de la década de los 40, retomando postulados del arte nacionalista de los 20, arquitectos y artistas como Siqueiros, Chávez Morado, Luis Ortiz Monasterio, Carlos Lazo, O’Gorman –con la Biblioteca Central y la casa de San Jerónimo–, y Enrique Yañez, fundan la llamada “integración plástica”. Esta corriente mantenía varias de las ideas del internacionalismo, pero sumando el propósito de trabajar interdisciplinariamente para generar un arte en favor de la colectividad. Para el integracionismo, los artistas fungían como coautores del edificio y la obra de arte se volvía parte indisoluble del conjunto.
En el año de 1953 Mathias Goeritz, construye el Museo del Eco y con ello enuncia su concepción de la arquitectura –opuesta a las ideas del internacionalismo– como obra de arte –y no como espacio para llevar a cabo la vida funcional–. Según publicó en su “Manifiesto de la Arquitectura Emocional” los espacios deben diseñarse para generar sensaciones y respuestas emocionales de “los espectadores”.
Adepto a las ideas de la arquitectura emocional, Luis Barragán es uno de los primeros arquitectos mexicanos en los que podríamos reconocer una intención claramente interiorista. Con el uso de elementos como el agua, la iluminación o el color de sus espacios, Barragán buscó llegar a los sentidos y las emociones de quienes los habitaran. Al mismo tiempo, se dio a la tarea de identificar qué era lo contemporáneo y qué era lo mexicano, por lo que incluyó dentro de sus diseños procesos constructivos vernáculos, objetos tradicionales y artesanías, dando lugar a un estilo, no solo arquitectónico, sino también interior.
Partícipe de diversas obras de Luis Barragán y otros arquitectos relevantes del movimiento mexicano modernista, llegamos a una figura fundamental para la conformación del diseño de interiores y mobiliario en México: Clara Porset.
Cubana, con estudios en Estados Unidos y Europa, Clara Porset fue una mujer que logró conciliar la defensa de la artesanía tradicional y la modernidad. Como diseñadora, se encargó del desarrollo de mobiliario y arquitectura interior de proyectos como el Hotel Pierre Marqués en Acapulco, la casa de Tacubaya de Barragán –con la silla Butaque–, la casa de Cuernavaca y el multifamiliar “Presidente Miguel Alemán” de Mario Pani.
Rescatando la riqueza cultural mexicana y defendiendo la idea de que la arquitectura es un arte vivo que modifica al que lo habita, Porset puso en práctica sus conocimientos en la producción industrial logrando, por un lado, transformar la visión sobre la tradición artesanal y, por otro, fundamentar el suelo desde el que despegaría el diseño interior en México.
Fuentes:
[1] Marta Valeria (2021) Arquitectura emocional: las casas de Luis Barragán, REDACCIÓN, Oi REaltor revisado en
https://www.oirealtor.com/noticias-inmobiliarias/arquitectura-emocional-casas-luis-barragan/
[2] Oscar Salinas Flores (1992) Historia del diseño industrial, reimp. 2005, México: Trillas.
[3] Enrique X. de Anda (2015) Historia de la arquitectura mexicana, 3ª ed., Barcelona: Gustavo Gili.